Capítulo 25

                                                       Él puede sentir cómo los fragmentos del recuerdo- emociones, imágenes, frases – reaparecen y se reorganizan como en un juego, donde cada retazo busca encastrarse con el lado que le corresponde y de esa manera se va completando la trama y recobra el sentido. Si su madre hubiera encontrado a su padre o si éste hubiera sido enterrado en algún lugar, entonces Renato hubiera podido ir a llevarle flores, como hizo ante la tumba de su madre en aquel cementerio de Asunción, llamado del Este.

Si hubiera sido así, quizá pudiera haberle dicho que no descansaría hasta hacer justicia. Aunque siga sin tumba, lápida o sin inscripción y sin muro para lamentarse primero y luego reconciliarse, igual no descansaría hasta que le hagan justicia a su padre y a miles de víctimas de la dictadura de Stroessner. Todavía flota en el aire ese aroma de infancia. Un olor que le recuerda la tristeza y el placer. La paradoja le invadía y él rogaba que desapareciera al sacudirse. Por momentos, deseaba con furia dejarse impregnar hasta el alma de esos aromas sin oponer resistencia. Mira la habitación y se detiene en la alfombra, quizá ese es el detalle que más le arraiga a su infancia. Pero, todo se ha ido mezclando con el tiempo así como se ha ido transformando la estancia; los almohadones, los cuadros, las cortinas. Es como si Antonia hubiera ido plasmando sus cambios en aquellos objetos de la casa. Siguen los mismos muebles. El sofá de color azul Francia, los sillones, el aparador antiguo y su cristalería de Bavaria. Todo eso está allí para recordarle la otra dimensión de su infancia. Ese sillón junto a la ventana, le trae la imagen de su madre tejiendo en otro lugar que no era ese, pero que su memoria ha guardado como un tesoro escondido.

Estás en Argentina, hace más de treinta años. Piensa. El perfume de Antonia y los habanos de Luis marcan su memoria. Se había empeñado tanto en ser argentino, tan
Argentino como para hacerse peronista como Luis.




Malui detestaba a ese partido demagógico, que para ella era la caricatura diluida de un  nacionalismo trasnochado de tango. Luis le decía cuando lo encontraba ensimismado: Mira, pibe, existen hechos que suceden nomás…a veces cuesta explicarse las causas. En esos casos conviene recordar que la vida no es justa.

Recuerda la figura de su madre; casi ha olvidado el color de sus ojos, su sonrisa, la cálida entonación de sus palabras. Tenía cinco años cuando ella regresó al Paraguay, para saber de su esposo y  la hija que había dejado al cuidado de una amiga de su compadre Pedro. Nadie había podido darle pistas de él, Antonia había intentado tener noticias, de las autoridades argentinas y del consulado paraguayo. Algunos le dijeron que posiblemente lo habían devuelto al Paraguay. Un conocido de Nuria lo había visto ingresar a Investigaciones. Ella no dudó en regresar a buscarle y lo dejó a cargo de Antonia.

Renato recordaba a su madre con ese aire dolorido, que a veces daba lugar a una ensoñación nostálgica de su pueblo y su país. También, le gustaban las margaritas. Alguna vez la vio llevar una de esas flores entre sus negros cabellos. Renato se toma de la cabeza, mientras que sostiene sus codos sobre el escritorio. La oficina se impregnó de una atmósfera inefable. Le llegan unas palabras en guaraní, sin esfuerzos ni tropiezos. Son ligeras, libres como el pensamiento: 
Ha, che valle Pirayú-mi/ ay, che valle Ita Yvu/ ha, che valle Pirayú . mi/ ha, morena che rohayhu  

Era una canción que cantaba su madre, y Renato también la recuerda con nitidez. Recuerda sobre todo la determinación de encontrar a su esposo y a su hija. Ella cantaba como si al hacerlo eso la acercara a su patria y a sus seres queridos.

Ko’êtîsoro/guyra’i oñe’ê/ Kóva oraitépe/ che aikese/Taike nerendápe/ñañombojaru/rehendúpa reîna morenitamí/ ay, che valle Pirayú – mi/mombyry reime chehegui/ha cheképe guáicha reime/ ay, morena che rohaihu.




Con la misma naturalidad con que iba cantando en guaraní, las palabras en la mente de Renato encontraban su significado en castellano, como si siempre lo hubiera hecho, reintegrando en una única voz las lenguas de su infancia.

Ay, mi pequeño valle Pirayú  /ay, mi valle Ita Yvu / ay, mi pequeño valle Pirayú / ay, morena, te quiero. / Al romper la aurora/ hablan los pajaritos/ a esta hora / quiero entrar para mimarte / encariñarnos/ me escuchas, mi morenita. / Ay, mi pequeño valle, Pirayú / lejos estás de mí/ y como en sueños estás en mí / ay, morena, te quiero.  *




(Lourdes Talavera, novela “Sombras sin sosiego”, 2009. Capítulo 25, Editorial ARANDURÂ)

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