El testigo






Los niños se resistían a formar la ronda, corrían de un lado a otro provocando la desazón de la maestra del preescolar. Ella gritaba y gesticulaba, pero no lograba involucrar a los niños en el juego de la ronda. Entonces, súbitamente iluminada lanzó una amenaza.

-¡Los niños que forman la ronda serán llevados junto al comisario Mencia! ¡Él se encargará de cambiarles la opinión!

Diego sintió en ese instante que un ejército de hormigas le invadía el cuerpo; no supo en qué momento tomó la mano de la compañerita de al lado ni tampoco cómo el pantalón se le había mojado.

Pocos días ates, había oído la conversación de su padre con el vecino. Comentaban que el panadero Mussi se encontraba preso en la policía, en el Departamento de Investigaciones, porque era miembro del partido opositor al Gobierno. Diego lo había encontrado en varias ocasiones frente a su negocio cuando su madre iba a comprar el pan y no comprendía de qué manera se manifestaba la peligrosidad del panadero, pues más bien parecía tranquilo como su padre y era muy querido por su esposa y sus hijos. Algo hacía la policía porque ninguna persona que era llevada detenida volvía sin historias macabras.

Recordó a José, el imprentero, quien fue llevado preso porque había realizado un trabajo para un grupo de estudiantes que distribuyeron panfletos en contra del presidente.

Los padres de Diego se pasaban diciendo que eso les pasaba solamente a los que se metían en alguna conspiración. Finalmente, José regresó a su casa, pero perdió el ojo derecho a causa de los golpes recibidos durante su estancia en la comisaría.

Diego no deseaba que lo llevaran junto al comisario Mencia. Una madrugada, un automóvil detuvo la marcha frente a su casa y experimentó la sensación de que un gran vacío se apoderaba de su pecho; trémulo, casi lloroso, comprobó que toda la cama estaba mojada.

En casa de Basilia, revolvieron todas las habitaciones y los alrededores. Su hermana menor comentó que se llevaron hasta la garrafa de gas. Parece que Luisa, su otra hermana, se suicidó tirándose al pozo cuando algunas personas le contaron lo que le habían hecho, quien, desangrada perdió a su hijo. Estaba embarazada de siete meses. Según las versiones, fue arrestada porque su compañero Roque era dirigente de un grupo político-militar.

Diego miraba incrédulo a la maestra. Nadie le hubiera convencido de que ella, justamente la maestra, sería llevada meses después presa, junto a los miembros de la Caja Cooperadora de la Escuela. La violaron, la torturaron y al retuvieron dos años en una especie de campo de concentración, en un pueblo llamado Emboscada.

Cuando estaba en la Facultad, la encontró en la calle, la saludó y le recordó que fue su alumno en el preescolar. Los grandes ojos de la señorita lo examinaron sin curiosidad. Estaba un poco perdida todavía, en medio de la ciudad. Después de muchos años de rehabilitación, ella llegó a coordinar una organización no gubernamental que trabajaba con niños de la calle y prostitutas.

Diego también había militado en grupos de izquierda. Hasta se planteó la fuerza como último recurso para cambiar la situación. Si bien ahora, se había recuperado la libertad de soñar y de expresarse, él resentía la desigualdad de oportunidades para todos sus compatriotas. Ya no temblaba de miedo ante la amenaza de la policía, pero le sublevaba la impune corrupción imperante en los recovecos y niveles institucionales.

A veces veía pasar una manifestación de estudiantes o campesinos, y le volvía una antigua angustia.

Hoy, sus ansiedades y preocupaciones se reparten entre su nieto Fabián, quien ocupa el centro de su universo, así como la empresa familiar, el alza o la baja de la moneda que rige el mercado, y busca cualquier evento cualquier evento que lo aísle de la realidad que no desea ver y le parece un círculo constante vivido por la humanidad.

Cierta mañana, en la plaza del Congreso, una multitud de campesinos reclamaba las promesas no cumplidas del nuevo gobierno. Él estaba de paso por las cercanías; ni siquiera comprendía lo que pasaba. De pronto, se produjo una estampida general, vio correr a la gente, perseguida por uniformados a caballo y a pie. En un momento determinado, uno de los policías sacó su arma y disparó al  pecho de un hombre, que cayó al suelo. El rostro del agresor y su nombre se le grabaron en la mente a Diego.

A sus cincuenta años, ya no tiembla de miedo ni se le moja el pantalón.

Regresó a su casa y se lo contó a María, su esposa. Por eso, en la antesala judicial, espera para dar su testimonio. En su ánimo no impera la venganza sino la justicia para un hombre libre que murió reivindicando su derecho.


(Publicado en “Zoológico urbano. Doce cuentos Citadinos" Editorial SERVILIBRO, 2004)

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