Atardecer invernal junto al lago
Frenético, vertiginoso, alucinante, en tres palabras sintetizó lo que había estado viviendo pocas horas antes. La vio venir y apareció una mueca en su rostro. Divisó sobre su hombro una gavilla de aves remontando el horizonte. Atardecer de invierno, el lago cuyas aguas presentaban un color plomizo se juntaba con la niebla y las nubes grises. El viento golpeaba el rostro de quienes se atrevían a salir a la intemperie. Frenético, vertiginoso, alucinante, resonaban en su mente como gotas que se colaban por un agujero y en su golpe final terminaban formando un charco sobre la superficie. Temblaban sus piernas, sentía frío, un intenso frío. Pensó en las veces, en que fueron juntos a tomar una taza de chocolate caliente.
Recordaba vagamente, esa cafetería con mesas que tenían patas de metal y extraños diseños. El portal con aquel letrero rojo donde se leía con letras negras “El antiguo Vesubio”. Frenético, vertiginoso, alucinante, la sentía en su piel mojada con sudor y fragancia de verbena. Ella le trasmitía energía, lo hacía soñar mundos posibles donde se fundieran en un solo ser. Risueña, cantaba canciones en italiano y reía en medio de sus besos. Amore, amore, bacio. Se deslizaba en las dunas de la blanca arena del deseo como un cometa que remontaba el cielo, con el viento. El lago parecía siniestro aquella tarde de domingo, en medio del silencio y del vacío. Sentía que de pronto se había convertido en un hijo de Saturno. Ambivalente, disarmónico, con altibajos, su ánimo le reclamaba un breve descanso. Se sentó en la playa y una opresión le ciñó el pecho. ¡Me estoy muriendo! Pensó.
Con las manos desprendió un puñado de hierbas y rompió a llorar desconsoladamente, mientras se dirigía a la lancha con la intención de navegar por el lago.
No llores, ya pasó. Le dijo ella, cuando lo abrazó. La fusión de sus cuerpos lo había trasportado hacia una dimensión que él desconocía. Ella besó sus lágrimas y él se acurrucó en su regazo. Una inmensa paz lo inundó y quiso quedarse para siempre en ese instante donde la serenidad se palpaba en la respiración de ambos. Trémulo, suspiró y ella le sonrió. Alargó su mano hacia su torso desnudo y lo acarició como si fuera el terciopelo más precioso con el que hubiera topado. Después no supo que pasó. En realidad, su memoria antigua lo traicionaba. Recordaba retazos donde la veía en un mar de sangre y él le sostenía la cabeza.
Reconocía que nunca antes había estado con una mujer como estuvo con ella. Quizá su pelo castaño oscuro le atraía más que sus caderas o sus ojos oscuros de mirada penetrante. Sin embargo, su risa lo seducía. Lo habían invitado a dar una conferencia sobre su último libro en una facultad de letras. Fue para allá esperando aburrirse con las preguntas de los asistentes, pero en medio de esa tediosa reunión la escuchó preguntar con ávida curiosidad sobre aspectos que había tratado de manera superficial en el libro.
Cuando terminó la sesión, ya en el pasillo ella le pidió que le firmara un ejemplar que había adquirido en la librería del centro de la ciudad. Accedió con fingida humildad, cuando le devolvió el libro ella le preguntó donde podría escribirle. Le dio una dirección. Cada dos días recibió una carta de ella. No le contestaba. Seguía escribiéndole y pasaron cuatro años. Él publicó una nueva novela y se la envió. Cesaron las cartas. Algo pasaba con ella, se preocupó. ¿Por qué había dejado de escribirle?
Buscó su número de teléfono y la llamó. Dijo que no le había gustado la historia sobre fantasmas que había escrito. Prefería sus obras anteriores. Él intento disuadirla pero fue en vano. Ven, a verme, pidió y ella fue.
Se quedó, y se convirtió en la sombra de su sombra si cabe la expresión. Tenía la habilidad de convertirse en alguien indispensable. Leía lo que escribía, hacía las correcciones, buscaba la información precisa para corroborar los más sutiles datos. Le preparaba el café con leche en el punto exacto que le gustaba. Sabía en que preciso momento una canción de blues le disiparía la fatiga. Hubiera pensado que le leía el pensamiento. Él pasó por una etapa de fructífera creación y más de una vez, ella le reclamó que la había convertido en uno de sus tantos personajes. Él reía y ella descompuesta por el enojo daba un portazo y salía a caminar. Al cabo de unas horas regresaba con el semblante tranquilo, repuesta de la rabieta. En una ocasión, ella le había comentado que a veces creía que si se moría, él escribiría un librito para recordarla. Él la miró a los ojos y le contestó: Escribiría un libro, mi querida.
El lago y sus aguas plomizas lo devolvían a ese lugar donde fueron felices compartiendo una merienda en el atardecer invernal mientras el viento les susurraba cuentos macabros. Frenético, vertiginoso, alucinante, se sentía cuando consumaban ese encuentro eterno que les había tocado como privilegio. Un día inesperado, la gente empezó a enfermarse a causa de un virus que hacia estragos en las personas, y provocaba una rápida muerte con grandes hemorragias. Ella se enfermó, la internaron en un hospital y él no se movió de su lado. Al segundo día, cuando se inquietó en el lecho, él le acarició el pelo castaño oscuro que le cubría el rostro. Despobló su frente y le dio un beso. Entonces, ella lo miró fijamente y él comprendió lo que le decía: Te amo y lo sabes, como también, sé que me amas. Vomitó un chorro de sangre y convulsionó hasta entrar en coma. La trasladaron a la sala de terapia intensiva y falleció a las dos horas de ingresada.
Frenético, vertiginoso, alucinante es el golpe que recibe cuando la lancha que conduce se estrella contra el muro de piedra de la playa, mientras que el lago y sus aguas plomizas se revuelven en una ola que no llega a la orilla.
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